Aracely Fernández es una de las miles de heroínas anónimas que cocinan en una cantina en México. La mujer tiene 47 años, nació y ha residido toda su vida en Iztapalapa, y dice que la primera vez que la metieron de aprendiz de cocinera en un bar “de los de antes”, fue hace 13 años.
Antes de eso, la mujer no sabía cocinar. El destino la llevó al oficio, dice, por necesidad. Ella tenía una familia a la que llevarle sustento, así que cuando surgió la oportunidad de empezar como ayudante en una cantina, dijo que sí. Su debut fue en un lugar llamado La 30-30, en la avenida Álvaro Obregón, de la colonia Roma.
Pasó el tiempo, fue especializándose en distintas recetas y le dieron un cargo más alto. Todo iba bien, aunque le pagaban muy poco, como a todas sus colegas. Pero un día simplemente tuvo que buscar un nuevo lugar donde empezar desde cero.
Así llegó a un lugar muy cerca de ahí, pero sobre la calle de Cuauhtémoc, que en ese entonces se llamaba El Retorno, y que ahora es El Retorno a la Rioja (y es de otros dueños). Sí: era una cantina.
Aracely se sintió en casa una vez más y, aunque le seguían pagando muy poco, empezó a hacer lo que ya estaba acostumbrada a hacer todos los días: cocinar en cantidades casi industriales para alimentar a una tropa de visitantes sedientos y hambrientos.
“Pero guisar para una cantina tiene su chiste, su encanto. No es lo mismo preparar algo en casa para tu familia, que hacer grandes cantidades para todos, con buena sazón y que alcance para servir raciones dignas en el plato”.
Asegura ella, mientras recuerda con nostalgia los tiempos en que las cantinas eran lugares de encuentro y consuelo mucho más concurridos que ahora.
Si se le pregunta qué receta se le dificulta más ahora, segura que ninguna.
“Todas son fáciles, siempre y cuando lo intentes una y otra vez, y le pierdas el miedo al fuego. Quitando eso, todo es sencillo.”
Aracely se quita el mandil y se sienta a descansar un momento en una de las mesas forradas de formaica del lugar. Hoy es un martes bastante tranquilo en El Retorno a la Rioja.
Lo innegable es que Aracely es docta en hacer chamorros, en capear** chiles rellenos**, en cocinar en limón una tártara de carne molida.
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Confiesa que el arroz “es huraño”, que el mole precisa de gramajes milimétricos para quedar perfecto, que desvenar un chile poblano pasado por aceite, “tiene su arte”. Pero después de una década considera que ya lo hace bastante bien, que a los clientes le gusta. Esa es su recompensa.
“Una trabaja por dinero, por sacar adelante a su familia. Y afortunadamente ahora nos va mejor a las cocineras. Pero también hago esto por la satisfacción de ver que la gente (esté o no sobria) se acaba lo que le sirvo en el plato, que pide más, que se va llena y contenta."
Con ella trabajan dos cocineras más, a las que también conoce hace años. Las tres se apoyan: un par de ellas cocina en la mañana; Aracely es la encargada de cerrar el servicio del día. Una vez que termina su jornada, cruza la puerta de la cantina y vuelve todas las noches a Iztapalapa.
“Como allá es medio inseguro, tengo que volar. Pero ya le agarré confianza a la ruta, conozco perfecto el camino. Y además vale la pena este trabajo, porque es noble. Estar en una cocina es una bendición”, concluye.
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La noticia Memorias de una cocinera de cantinas en la CDMX fue publicada originalmente en Directo al Paladar México por Ollin Velasco .
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